"Sí, son unos psicópatas, pero tal vez
yo también quiera adherirme al gremio."
Frederic Lungwitz - Lo insoportable de ser
El subte te da la cálida bienvenida de cientos de personas apretadas, ajustadas bajo presión a un micro-hábitat pseudoasiático.
Subí ayudado, y perjudicado, por el empuje de alguien más (¿Habrá algún gerundio para ésta dicotomía?) quedando contra la pared del fondo forrada de cuerpos humanos.
Recorriendo estos pensamientos, sentí la presencia de alguien atrás, que se removía acomodando sus posesiones; este removerse provocaba un roce homogéneo y constante con mi cola.
Luego un cosquilleo (¿Tanto demoraba la cosa?). El subte había arrancado hace rato, aunque eso creo ahora, porque estaba ocupado en darme cuenta de que no era un toque accidental. La mano se movía más y más y cada vez más abierta y cada vez más dedos; no era una mano, eran dos.
Ante mi pasividad una de las manos intentó bajar (espero levemente) mi pantalón, demasiado ajustado para eso. Desistió rápidamente y, buscando otra alternativa de avance, comienzó a subir bajo mi ropa, acariciando mi costado desnudo para ella, oculto para el resto.
Esta sensación nueva, genuina, despierta mis extremidades dormidas, cuyas manos repelen a las otras dos, alejándolas de mi cuerpo.
Una de esas manos intenta tomar la mía hasta que descubre mis intenciones; movido por un impulso humano, atravieso un cúmulo de personas y me resguardo. A salvo, los miro en un silencioso asombro de sus disociaciones de cara de subte y manos de hotel.
Bajo del subte; ellos bajan.
Temo (¿o deseo?) una persecución: no sucede.
Ya fuera de la estación, sigo sintiendo el contacto físico de esas manos grandes y curtidas.
A veces me pregunto por qué no me dejé tocar un poco más...
Supongo que bajo el nuevo dogma no estaría bien visto.
Dejalo en paz a Macedonio.
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