Se sorprendió despertándose con los ojos desorbitados que observaban los surcos del cielo raso.
Manchas de hongos que plagaban las esquinas del techo, a través de infinitas grietas que dejaban pasar agua de lluvia. La persiana estaba levantada, pero no podía guiarse por la luz del sol, ya que estaba demasiado nublado como para adivinar hace cuanto tiempo dormía. Tampoco tenía reloj, hacía mucho había tomado la decisión de dormir lo que necesitara, y no comenzar a hacer cálculos de horas dormidas y tiempos de siesta y madrugadas de insomnio.
Percibía sus sábanas, desteñidas de usar tanta lavandina, con una agujero a los pies, que
Se volvieron a despegar sus parpados en una oscuridad absoluta.
No podía imaginarse como estaba acostado; apenas podía percibir la diferencia entre estar dormido y despierto, en una oscuridad que iluminaría la estrella más lejana.
Sin embargo hadas blancas se paseaban frente a sus ojos, de algún recuerdo de cristales limpíos. Cada vez los dibujos se multiplican y, en algún momento, se transformaron lentamente en sueños.
Sus ojos dejaron, de a poco, que la luz entrara.
Recostado boca arriba, con apenas fuerza para girar la cabeza. Vio los rayos de sol que atravesaban la persiana baja e imprimían su imagen del lado donde él se encontraba. Vio la pared, con sus líneas amarillentas de luminosidad y quiso levantar una mano para tocarla. La luz se iba...
Sintió estar despierto, pero no abrió los ojos.
Simplemente tenía tanto sueño que le bastó con saber que aún se encontraba en su casa, entre sus paredes. Que todavía algún auto se destrozaba en los adoquines, y que por sus párpados aún corría sangre.
Miró su habitación a través de un ojo.
Todo se veía acomodado; se había prometido ordenarla la última vez que se acostó en su cama. La persiana estaba baja otra vez y una luz blanca casi muerta...
Despertó.
Sintió.
Escuchó.
Vislumbró.
Miró.
El ruido de alguna bomba lo sobresaltó e hizo que se incorporara de un salto; había dormido miles de años
olvidando el poder que le había dado al hombre.
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