martes, 1 de marzo de 2011

Elogio de la Dificultad

Hay libros arduos cuya lectura se parece a un martirio. Conquistarlos, sin
embargo, depara la felicidad de las victorias secretas.

Cada vez que se habla de lectura, maestros, escritores y editores se apresuran a
levantar las banderas del hedonismo, como si debieran defenderse de una acusación
de solemnidad, y tratan de convencer a generaciones de adolescentes desconfiados y
adultos entregados a la televisión de que leer es puro placer. Interrogados en
suplementos y entrevistas hablan como si ningún libro, y mucho menos los clásicos,
desde Don Quijote a Moby Dick, desde Macbeth a Facundo, les hubiera opuesto
nunca resistencia y como si fuera no sólo sencillo llegar a la mayor intimidad con ellos,
sino además, un goce perpetuo al que vuelven todas las noches.
La posición hedonista es, por supuesto, simpática, fácil de defender y muy
recomendable para mesas redondas porque uno puede citar de su parte a Borges:
“Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en
afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor
intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo…”
Y bien, yo me propongo aquí la defensa más ingrata de los libros difíciles y de la
dificultad en la lectura. No por un afán especial de contradicción, sino porque me
parece justo reconocer que también muchas veces en mi vida la lectura se pareció al
montañismo, a la lucha cuerpo a cuerpo y a las carreras de fondo, todas actividades
muy saludables y a su manera placenteras para quienes las practican, pero que
requieren, convengamos, algún esfuerzo y transpiración. Aunque quizá sea otro deporte, el tenis, el que da una analogía más precisa con lo que ocurre en la lectura.
El tenis tiene la particular ambivalencia de que es un juego extraordinario cuando los
dos contrincantes son buenos jugadores, pero se vuelve patéticamente aburrido si uno
de ellos es un novato, y no alcanza a devolver ninguna pelota. Las teorías de la lectura
creen decir algo cuando sostienen el lugar común tan extendido de que es el lector
quien completa la obra literaria. Pero un lector puede simplemente no estar preparado
para enfrentar a un determinado autor y deambulará entonces por la cancha
recibiendo pelotazo tras pelotazo, sin entender demasiado lo que pasa. La versión que
logre asimilar de lo leído será obviamente pálida, incompleta, incluso equivocada. Si
esto parece un poco elitista basta pensar que suele ocurrir también exactamente a la
inversa, cuando un lector demasiado imaginativo o un académico entusiasta lanza
sobre el texto, como tiros rasantes, conexiones, interpretaciones e influencias en las
que el pobre escritor nunca hubiera pensado.
En todo caso la literatura, como cualquier deporte, o como cualquier disciplina
del conocimiento, requiere entrenamiento, aprendizajes, iniciaciones, concentración.
La primera dificultad es que leer, para bien o para mal, es leer mucho. Es razonable la
desconfianza de los adolescentes cuando se los incita a leer aunque sea un libro.
Proceden con la prudencia instintiva de aquel niño de Simone de Beauvoir que se
resistía a aprender la “a” porque sabía que después querrían enseñarle la “b”, la “c” y
toda la literatura y la gramática francesa. Pero es así: los libros, aún en su desorden,
forman escaleras y niveles que no pueden saltearse de cualquier manera. Y sobre
todo, sólo en la comparación de libro con libro, en las alianzas y oposiciones entre
autor y autor, en la variación de géneros y literaturas, en la práctica permanente de la
apropiación y el rechazo, puede uno darse un criterio propio de valoración, liberarse de
cánones y autoridades y encontrar la parte que hará propia y más querida de la
literatura.
La segunda dificultad de la lectura es, justamente, quebrar ese criterio;
confrontarlo con obras y autores que uno siente en principio más lejanos, exponerse a
literaturas antagónicas, impedir que las preferencias cristalicen en prejuicios, mantener
un espíritu curioso. Y son justamente los libros difíciles los que extienden nuestra idea
de lo que es valioso. Son esos libros que uno está tentado a soltar y sin embargo
presiente que si no llega al final se habrá perdido algo importante. Son esos libros
contra los que uno puede estrellarse la primera vez y sin embargo misteriosamente
vuelve. Son a veces carromatos pesados y crujientes que se arrastran como tortugas.
Son libros que uno lee con protestas silenciosas, con incomprensiones, con
extrañezas, con la tentación de saltear páginas. No creo que sea exactamente un
sentimiento del deber, como ironiza Borges, lo que nos anima a enfrentarnos con ellos,
e incluso a terminarlos, sino el mismo mecanismo que lleva a un niño a pulsar “enter”
en su computadora para acceder al siguiente nivel de un juego fascinante. Ellos no
ocultan su orgullo cuando se vuelven diestros en juegos complicados ni los
montañistas se avergüenzan de su atracción por las cumbres más altas.
Hay una última dificultad en la lectura, como una enfermedad terminal y
melancólica, que señala Arlt en una de sus aguafuertes: la sensación de haber leído
demasiado, la de abrir libro tras libro y repetirse al pasar las páginas: pero esto ya lo
sé, esto ya lo sé. Los libros difíciles tienen la piedad de mostrarnos cuánto nos falta.

Guillermo Martínez
Clarín, 24 de abril del 2001, Suplemento de Cultura.

(Me gustaría agregar, sin ahondar demasiado en un tema que tan bien explicado está, que asi como el escritor se refiere a los libros, pasara muy seguramente con CDs, Cuadros u otras expresiones artísticas).

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