Dormitaba- pero sin
(en ningún momento) dormirse, con sus brazos rodeando sus rodillas, y a su vez,
su cabeza reposando sobre éstas, con los parpados semiabiertos, semicerrados,
pelo en la cara- en una caja.
Unos pasos- de pies
pesados, con garras que se escuchan al moverse, con plumas que tiemblan al
desplazarse- se acercan a él.
-¿Qué haces- pregunta con un graznido, que intentaba ser leve,
pero que a veces hiere igual, siendo más regaño que incertidumbre- en esa caja?
-Los gatos- dice, con voz tenue, el cuestionado, el felino,
sin cambiar de expresión, igual de adormecido- preferimos las cajas para
dormir.
El hombre-cuervo-
mitad conmovido, mitad enojado (pero falsamente, haciéndolo notar, sin que ello
le moleste), colocando dos manos en sus rodillas para la acción, con un ligero
esfuerzo de adormecido- se pone en cuclillas para mirarlo a los ojos.
-¿Y eso – interroga el plumífero, garrado, garrido, dudando,
sin moverse casi (al igual que el otro, congelando la imagen por momentos)- por
qué?
- Porque nosotros no necesitamos de una superficie cómoda
para estarlo, y eso las cajas lo saben.