Me fui en mi coche, en el asiento de acompañantes llevaba todo lo que le había regalado; un libro, un dibujo y un reloj. Estaba tan triste que quise cerrar los ojos y chocar, contra cualquier cosa, pero desaparecer.
Un gato. En una de las bocacalles a mi derecha: me miraba. Pero su mirada siguió fija en el mismo lugar cuando pasé el cruce. Estaba en el medio del asfalto, desierto por la hora de la noche que era. No pude evitar observar su blancura, sus ojos atentos en un lugar más allá de lo visible; de su posición majestuosa, de su serenidad, a pesar del dolor que me oprimía. Y por un momento olvidé todo.
La ventanilla baja me hizo recordar que olvidé mi campera de abrigo en su casa; di la vuelta y retomé por la calle lateral para volver a la casa de la que había partido.
Toqué timbre y ahí estaba ella; con los ojos vidriosos y rojos, pero secos. Me preguntó que quería, y le dije que me había olvidado mi campera. Cerró la puerta para reaparecer en unos instantes con mi abrigo, que me dio cargado de violento sufrimiento. No me lo puse; volví a subir al coche y rehice el camino que había hecho al irme. Pasé por las mismas calles, que me hicieron recordar dolores de hace unos instantes, pero que creí antiguos y que no los iba a tener que revivir jamás.
Volví a pasar por la bocacalle donde había visto al gato, y lo encontré sin haberse movido ni un milimetro, al menos a mi pobre vista de miope.
Seguí de largo; un gato no detiene la marcha de nadie. Aunque seguí pensando si ese gato se movería alguna vez de su lugar, o estaría esperando -tal vez conscientemente- la violenta intervención de un auto, el que lo saque de la soledad de su noche.
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