No debía entrar, pero yo estaba ahí, atrás de la biblioteca, espiando la reunión;
Era un salón grande, de paredes de cemento azulado, sin ventanas. El cielo raso era de una madera vieja, a poco tiempo de ceder. La mayoría de las paredes estaban ocupadas por estanterías que llegaban casi hasta el techo; no había escaleras visibles. En comparación al tamaño de la sala, la cantidad de personas que la ocupaban era reducida. Todos estaban desnudos, exhibiendo sus cuerpos anémicos, con sus costillas tan marcadas y una profunda curvatura hacia adentro en el vientre.
Uno de los hombres habló:
-Parece que esta sala tenía un fin. Se me ocurrió verla como una sempiterna construcción.
-Pero ya ves, muchos se han sumergido en la locura.
Por unos segundos solo fue silencio: todos se miraban los unos a los otros, como esperando que repentinamente saliera alguien más escondido por detrás de sus espaldas. Pero estaban solo ellos.
Me removí inquieto y controlando la respiración, temí que en el silencio me descubriesen espiando.
-Yo no doy más.
Uno de los participantes se dirigió con paso resuelto hacia la puerta, nadie intentó detenerlo.
-Vámonos.
Uno a uno fueron atravesando la única puerta. El último no se atrevió a apagar las velas; prefirió esperara a que se consumiesen solas. Cruzó la puerta y con la llave en la mano, suspiró:
-Así que todo termina acá.-Y cerró.
Salí de mi escondite alarmado, fui hasta la puerta e intenté abrirla, deseando haber soñando el sonido de la puerta al cerrarse. No se movió de su lugar.
Volví al centro del recinto y empecé a observar cada detalle en busca de algo para poder forcejear la cerradura.
Debajo de un escritorio de madera, con las aristas gastadas y cubierto de manchas de tinta, había otro de los famélicos seres, de espaldas a la puerta, pero tan delgado que se confundía con las tablas del escritorio.
Alarmado, olvidé la puerta y corrí a auxiliar a ese ser, que parecía muerto.
Ya a su lado, lo tomé por un hombro delicadamente por temor a que el mínimo roce lo deshiciese. El cuerpo no ofreció resistencia, pero al girarse la cabeza del ser, había un brillo de vida en sus ojos.
El extraño, al verme, soltó una carcajada y exclamó:
-¡Hay más velas en la cajonera!
Volvió a soltar otra carcajada que se transformó en una violenta tos. La tos se hizo cada vez más débil, y el hombre murió.
Lo único que podía hacer era iluminar el lugar para mantenerme cuerdo; de todas maneras, viviría hasta que el hedor del cuerpo descompuesto me llene los pulmones.
Abrí la cajonera del escritorio y contenía velas hasta el tope, pero no parecía haber ningún elemento para encender sus pabilos.
Saqué unas cuantas mientras observaba las manchas de tinta sobre el escritorio: había algunas que realmente parecían haberse creado junto al mueble. Me incorporé y empiecé a caminar hacia el centro de la sala.
En ese instante se apagó la ultima vela.